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Popular barriada mexicana custodia con sigilo la centenaria dinastía de los canteros

El grupo forma parte de una dinastía centenaria de artesanos, en su mayoría autodidactas

El maestro cantero Tomás Ugarte esculpe una losa en el municipio de Ciudad de México de Chilmalhuacán, antes parte de Xochiaca, el domingo 2 de julio de 2023. Ugarte aprendió la tradición de tallar la piedra a mano de sus padres y abuelos hace más de cinco generaciones. (AP Foto/Áurea Del Rosario)
AP

XOCHIACA, Mexico.— Un incesante golpeteo guía el camino de los visitantes que cada domingo acuden a un centenario panteón encondido entre las callejuelas de un cementerio de las afueras de la capital mexicana.

En medio de un pasillo, custodiado por una docena de esculturas de santos, un puñado de hombres con la ayuda de martillos y cinceles va dando forma de flores y enredaderas a bloques de piedra.

El grupo forma parte de una dinastía centenaria de artesanos, en su mayoría autodidactas, conocido como los “canteros de Chimalhuacán”.

Todos sus miembros son originarios de la barriada popular de Xochiaca, en el municipio Chimalhuacán del Estado de México, donde la tradición ha pasado de padres a hijos por al menos cinco generaciones, según el maestro Tomás Ugarte, de 86 años, el integrante más viejo del grupo.

Hace una década las autoridades municipales tenían registrados a unos 600 canteros. Pero debido al fallecimiento de muchos de ellos y al poco interés de las nuevas generaciones en continuar la tradición, el grupo se ha reducido a la mitad, afirmó a The Associated Press Carolina Montesinos Mendoza, directora del Instituto de Investigación y Fomento de las Artesanías del Estado de México (IIFAEM).

Muchos de sus trabajos adornan diferentes estructuras en el centro de la Ciudad de México y propiedades privadas, pero sus obras más importantes están en Xochiaca, donde sus miles de humildes habitantes las cuidan y aprecian.

“Ellos son la comunidad”, afirmó el sacerdote Alberto Sandoval, de 66 años, al hablar de los lazos que unen a los “canteros de Chimalhuacán” con su natal Xochiaca.

Sandoval, quien conoce a los canteros desde 1990 cuando fue párroco por cinco años de iglesia Santa María de Guadalupe de la barriada, dijo que el arraigo del grupo a su comunidad es tan fuerte que en muchos de los hogares hay molcajetes -morteros de piedra para triturar especias- elaborados por los artesanos.

A diferencia de muchos artistas que prefieren preservar sus obras en museos o galerías, el grupo ha optado por utilizar los espacios abiertos del panteón para elaborar y conservar sus esculturas.

Cada domingo los artesanos dejan a un lado las actividades de sus talleres particulares para esculpir de manera gratuita diferentes obras en el pasillo del modesto cementerio donde los visitantes pueden contemplar hermosas figuras como un imponente Cristo de piedra de seis metros de alto o 12 apóstoles inspirados en esculturas europeas.

Sus obras también engalanan la fachada, interior y alrededores de la iglesia Santa María de Guadalupe, de unos 250 años de antigüedad, donde tallaron en la entrada retablos de la aparición de la virgen, esculpieron las columnas interiores y el altar y elaboraron un Cristo y una virgen de tres metros de alto.

Sobre los orígenes de los “picapiedras” -como son conocidos entre los habitantes de su comunidad- poco se sabe.

Montesinos Mendoza dijo que acuerdo con los relatos de algunos de los sobrevivientes más viejos del grupo se cree que es un “arte centenario” que se complementó con el de otros artistas que migraron de diferentes partes del país hacia el Estado de México. En Querétaro, Zacatecas, Jalisco, Puebla, San Luis Potosí y Coahuila, entre otros, también hay numerosos canteros.

Uno de los registros que habla de los comienzos de los “canteros del Chimalhuacán” está escrito en una losa que se conserva en el patio de la iglesia: “Xochiaca cuna de canteros, que tiene flores en el agua”.

La frase recuerda los tiempos en los que Xochiaca era visitada por buscadores de piedras que llegaban a las laderas del cerro de esa localidad para extraerlas y trasladarlas en barcazas por las aguas del Lago de Texcoco, en gran parte ya desaparecido, hasta la Ciudad de México para ser empleadas en diferentes construcciones.

“De allí salió el origen de los canteros”, afirmó el maestro Mario Olivares, integrante del grupo, al explicar cómo la actividad que se generó alrededor de las canteras hizo que muchos de los habitantes de Xochiaca se animaran a incursionar en el arte de tallar las rocas.

Uno de los pobladores que se sumó al grupo siguiendo los pasos de su abuelo y su padre fue Juan Alfaro Bastidas, de 75 años, quien relató que de joven se internaba en las canteras, alumbrado por una vela, para extraer las piedras que posteriormente emplearía para esculpir.

De la práctica de excavación solo quedó el recuerdo. Hace dos décadas los terrenos donde estaban las canteras fueron vendidos y sobre esas áreas se levantaron cientos de casas, algunas de las cuales aún preservan las cuevas y las han transformado en habitaciones y salas, indicó Bastidas.

Con la desaparición de las canteras de Xochiaca los artesanos debieron ingeniárselas para buscar las rocas en otros municipios de los estados de México y de Michoacán, Puebla, Querétaro, Yucatán y San Luis Potosí, lo que ha complicado y encarecido la elaboración de las esculturas.

Pese a las adversidades los artesanos no han desistido y recurren a las autoridades municipales y sus vecinos para reunir dinero y traer las piedras de diferentes puntos del país.

“Esto se ha hecho gracias al barrio que nos ha apoyado con una cooperación que viene y nos dejan 100, 200 pesos (entre 5 y 10 dólares). Las piedras las compra el pueblo”, dijo Bastidas mientras mostraba orgulloso algunas de las esculturas del panteón Todos los Santos que talló junto a sus compañeros.

Aunque el grupo lucha por preservar su arte las limitaciones económicas representan un riesgo para su supervivencia, admitió la directora del IIFAEM al señalar que muchos de los artesanos deben trabajar en la construcción o la decoración de interiores para mantener a sus familias debido a que sus piezas particulares, que suelen costar entre unos 500 y 2.000 dólares, pueden pasar mucho tiempo en el aparador antes de ser vendidas.

Olivares, de 51 años, confía en que alguno de sus tres nietos siga la tradición y recuerda un poema que tallaron los artesanos en una de las paredes de entrada de la iglesia Santa María de Guadalupe: “Mi viejo Chimalhuacán, pueblos de mi niñez que dieron a mi vida ese fuego de arte que calcina y que ennoblece a su gente”.

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