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Por esta razón Picasso no quiso visitar México

En septiembre de 1926, EL UNIVERSAL publicó una entrevista con Picasso, en la que habló de México y Diego Rivera

Preguntar a Picasso el porqué de sus telas es inútil. [El Universal]
El Universal

CIUDAD DE MÉXICO.- En 1926, José María González de Mendoza y Rodríguez, el corresponsal de Francia para EL UNIVERSAL ILUSTRADO, contó cómo fue su visita a la galería donde Picasso vendía sus pinturas.

En aquella ocasión, el escritor estuvo acompañado por el poeta Carlos Pellicer, quien no pudo contener su admiración por la obra del artista español.

Además de hacer un análisis de la obra de Picasso, el autor de este artículo reportó la conversación que sostuvieron. Obviamente hablaron de México, país que por una peculiar razón el autor de “La Guernica” había decidido no visitar. También, Pablo Picasso contó las historias, un tanto exageradas, que Diego Rivera le contaba sobre México.

Toño Salazar me presenta con Pablo Ruiz Picasso. Estamos en la Galería Paul Rosenberg, entre cuadros del gran pintor que valen millón y medio de francos. El poeta Carlos Pellicer suspira adjetivos como cañonazos: ¡Interesannnnte! ¡Estupennnnndo! El maestro Alfredo Ramos Martínez va de tela en tela, vibrante y entusiasta. Grupos de visitantes miran desde lejos a Picasso.

-Hay mucha gente -comenta el célebre artista-. Cada día creo que me voy a encontrar solo, y cada día veo más gente… Es curioso que venga tanto público, porque, en fin, ésta no es pintura para todos…

A poco que se haya visto una caricatura suya es fácil identificarlo; es igual a ellas: todo Picasso está en el ojo inmenso, redondo y brillante como el de las estatuas asirias, y en la mecha lacia, ya cenicienta, que le entolda la frente en diagonal, como una colgadura recogida. Así le reconocíamos, sin conocerle, entre la muchedumbre en esmoquin y perlas, al centro de veinte miradas -¡la gloria!- en los entreactos de los ballets suecos o rusos.

-Los pintores no se interesan por el teatro literario, pero acuden en batallones al teatro pictórico, al ballet.

El más sencillo de los hombres. Como se viste un pintor “puro”, nadie se atrevería a vestirse. Picasso lleva un traje cuya sola misión es cubrirle: amplio, cómodo, arrugado en donde conviene y con agradables dilataciones allí donde lo exige el libre juego de los músculos; calza unas anchas sandalias de cuero rojo, sin tacón, con multitud de refrescantes agujeros, su camisa de higiénico tejido celular remata en un cuello mal abrochado y en una breve corbata anudada como el cordelillo de un paquete: tanto le importan la moda y las menudas exigencia de la elegancia como al tranquilo Don Domingo de Don Blas, de Alarcón.

Igual desdén por la publicidad: ni frecuenta el ruidoso de Montparnasse, ni expone sus obras en los “salones” de pintura. ¿Para qué, si sabe que es ya uno de los hombres “universales” de hoy? Centenares de millones de humanos -todos civilizados- conocen su nombre.

Reina, sin que nadie le dispute el lugar, en la más alta cumbre de la pintura europea contemporánea. Según todas las probabilidades, tiene genio. Y a luz de tales razones comprendemos su respuesta de perfecta sencillez a un amigo, quien solicitaba a nombre de un periodista “una ‘interview’ para verlo y ver sus cosas”.

-Si quiere verme, yo salgo de mi casa todos los días a las once y ando por la calle; y si quiere ver mis cosas, que vaya a la Galería Rosenberg, a donde se exhiben.

Vende cuanto hace. Su “marchand de tableaux” labora por la gloria del gran artista subiendo con loable constancia los precios de sus cuadros. Hace poco se vendió “un Picasso” en 300 000 francos. Y se le atribuye al pintor una anécdota:

-¿Quieres apostar? -dijo a un amigo incrédulo-, a que trazo con lápiz tres rasgos, tres solamente, en una hoja de papel, la firmo y la vendo en tres mil francos?

El amigo, prudente, no aceptó la apuesta: hubiera perdido.

¿Qué hay, pues, en sus obras que explique su éxito y su gloria? Para unos, es el esnobismo no dura veinte años. Otros hablan de gregarismo, como el de los cortesanos que admiraban el traje invisible del rey en el cuento de Andersen: todos quieren parecer inteligentes, y repiten en serio la broma que algún burlón afortunado dijo una vez con aplomo suficiente para vestirla de verdad. También esto es absurdo: la calidad de los hombres que gustan de la obra de Picasso lo comprueba: podrá haber algunos raros simuladores, pero es imposible que tantos hombres inteligentes en otras manifestaciones dejaran de serlo en ésta.

Opinión insostenible, puesto que el “sugestionado” sabe explicar con razones técnicas y estéticas el porqué de su emoción y de la belleza del cuadro -hasta donde una y otra son explicables. Hay, pues, algo más. Definirlo escaparía del objeto de esta crónica, y de sus límites. Además, lo han hecho ya cien críticos. Jean Cocteau, el poeta, por ejemplo: cuando Picasso acaba una tela, dice, ésta es bella por su fuerza de parecido, incluso cuando nuestro ojo no enumera los objetos que la motivan. Es porque Picasso, nutrido por los maestros, , desbrozando más hacia adelante su campo, sabe el pobre prestigio del arabesco y de la mancha. Se los deja a los decoradores. Cuando él mira un grupo de objetos, los digiere y los traspone poco a poco en un mundo que le es propio, en donde él gobierna, pero en donde jamás borda. Nunca perderá de vista su fuerza objetiva. Así suprime la identificación y conserva a dichos objetos su parecido, distribuido según otros signos, pero formando el mismo total. Su cuadro es un cuadro. Vive solo. No informa sobre ninguna otra cosa.

Preguntar a Picasso el porqué de sus telas es inútil:

-Hoy vino un crítico -nos cuenta- y me pidió que le explicara mis cuadros. Y yo le contesté: “Explíquelos usted, que ése es su papel de crítico. Mi oficio es solamente pintar”.

Tiene razón Picasso. Además, todo en las obras de este milagroso creador de belleza, es claro y sencillo para quien sabe sentirlas.
Ninguna intención secreta. Ningún símbolo. Ninguna “literatura”. La pintura se da en su pureza total. Cuando Picasso pone, por ejemplo, en alguna “mesa revuelta, manchas verdirroja y círculos sepia, da el color y la forma de las manzanas, que es todo lo que la pintura puede dar. Y la manzana está allí, redonda y verdirroja. ¿Querríamos además que tuviese volumen, sabor y aroma? Muchos, no obstante, encuentran herméticos sus cuadros.

Pero, ¿quién, por ejemplo, sin saber alemán, lee una página escrita en ese idioma con caracteres góticos? El ejemplo es grosero, pero hace más comprensible el caso, exagerándolo, como el microscopio amplía y vuelve así visibles las facetas del ojo de una mosca. Otro ejemplo: en alguna de sus telas cubistas, el artista pintó una compotera, frutas, copas, una pipa, y una botella con una etiqueta que decía “Vino”. Frente a ese cuadro, casi todos percibían solo una cosa concreta entre un caos de colores inexplicables: la palabra “vino”. Y sin embargo, lo único abstracto, lo único inexistente, era ese concepto convencional, en tanto que todo el resto del cuadro representaba objetos materiales, formas positivas y visibles. Otro caso: en un cuadro hay una red sobre una mesa. Pero en lugar de trazar las mallas con el pincel, Picasso arañó con finos rasgos cruzados la pintura que representaba la mesa, descubriendo el fondo claro de la tela. “¡Traición!”, exclaman algunos; ¡Picasso no ha “pintado” la red! Y sin embargo, la red existe, más aérea, más ligera, más red.

Y luego, ¿cómo no admirar la fecundidad de la creación, la constante busca, la incorporación del arte y a la belleza de tantos dominios inexplorados y fecundos? Está el artista, cual los navegantes españoles del siglo XVI, en perenne descubrimiento. Nadie posee ahora sobre la tierra tal potencia de invención: es decir, tal poesía. Picasso se burla de las escuelas y de las definiciones, como el roble se burla de la cerca que limita el campo. Ninguna fórmula le ata, ningún precepto le detiene. Hace tres años, en su última exposición antes de la actual, cuando todos le creíamos cubista definitivamente, asombró a la crítica presentando vastos cuadros con figuras de un purísimo clasicismo y de una serenidad de dioses. Ahora, cuando todos suponíamos -a través de esa lección- moribundo al cubismo, presenta cuadros cubistas, de una técnica completamente diferente de la de sus anteriores cuadros cubistas, de una técnica completamente diferente de la de sus anteriores cuadros cubistas, robustos como estudiantes de Harvard, con tanta inteligencia como hay en un tratado de matemáticas y tanta potencia vital como posee un joven árbol. Junto a esas prodigiosas pirotecnias de color hay cuadritos deliciosos -“Picassos” para pobres-, hechos con papel de lija untado de pintura y con arenilla teñida, que producen un aterciopelamiento de las luces grato a la vista como un bombón al paladar, como una melodía al oído, como las violetas al olfato, como la seda al tacto.

Pero no hay que esperar que Picasso se contente con sus recientes conquistas y se “academice en sí mismo”, como suele decir nuestro Alfonso Reyes. Hay diez “maneras” distintas en esta exposición, a cien leguas una de otra. Y el gran pintor seguirá inventando, descubriendo, múltiple y constante como la Vida. ¡Ay!, se nos escapa de las calificaciones, nos arrebata en cuarta velocidad, nos abruma y nos encanta.

¿Dónde está la obra maestra de Picasso?, preguntan algunos. Porque es cómodo definir a un artista por una obra maestra. Y claro, no es posible señalar cuál sea su obra maestra “aislada”: lo es por su conjunto mismo -la totalidad de su obra, fragmentada en cuadros como la epopeya se fragmenta en versos.

¿De qué hemos hablado con Picasso durante esta media hora pasada en su compañía, entre sus cuadros? De cosas sin retórica, de México.

-Me gustaría mucho, muchísimo ir a México -dice-, sino fuera por las revoluciones.

Es inútil que le expliquemos que ya no hay revoluciones y que, por lo demás, éstas son el tequila de la Vida: el revolucionario pintor es infinitamente pacífico. Toño Salazar, caricaturista incorregible, le propone para inmunizarse contra las revoluciones, que encabece una. Pero Picasso encuentra demasiado revolucionario tal medicamento. Y, naturalmente, hablamos del admirable Diego Rivera.

-Diego me contaba de México cosas muy extrañas -dice Picasso-. Me dijo, por ejemplo, que había arañas peludas, grandes como un platillo para taza de café…

-Es verdad, por fortuna.

-… y que se ponía una de esas arañas en la mano, se dejaba picar por ella, y la araña venenosa se moría sin que a él le pasara nada…

-En cuanto a eso -hemos contestado-, probablemente es una heroica invención del gran don Diego, pero tan bonita que merecía ser verdad…

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