El Dólar
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Taquitos dorados

Si hay una comida con la que me pueden envenenar, sin duda son los taquitos dorados, que me encantan. Me gustan mucho los taquitos dorados de picadillo, o los tradicionales de papa o fríjol. Me gustan tanto que los he probado en casi todas sus presentaciones, como de pollo, de queso con chorizo, de champiñones, de puerco, de chicharrón, de barbacoa, de huevo, de tocino, de salchicha, de huitlacoche, de nopal, de carne asada, de carne de venado, de cabrito, de pescado, de camarón y de cuantas cosas se puedan citar, tal y como los platillos de camarón que Bubba enlistó en la película de Forrest Gump. Ni que decir de acompañarlos con salsa, pico de gallo o un chile jalapeño. Sabrosísimos.

Pero para mí los taquitos dorados tienen además un bello significado, dado a que los como desde que estaba chiquillo, en aquellos tiempos en que mi madre, mi hermano y yo compartíamos casa con mi tía y mis primos. Mi madre y mi tía trabajaban y yo me quedaba a cargo de mis primas, cuatas por cierto, que eran apenas unos cuatro años más grandes que yo.

Yuri, la más dominante de las dos, era la encargada de hacer de comer, y por lo regular hacía taquitos dorados de frijoles o de papa, porque en aquel entonces no había para más, éramos muy humildes. Teníamos una vieja estufa de petróleo y en un desvencijado sartén echaba Yuri manteca de puerto de aquella vieja marca Lard, esperaba que se derritiera y entonces echaba tortillas duras, que al contacto con la grasa se suavizaban y entonces les ponía los frijoles o la papa y los doblaba dentro del sartén, y esperaba que se doraran un poco para luego servirlos ¡y a comer! De hecho cuando “Chilo”, el orate de la colonia, llegaba aventando piedras a la puerta de la casa, lo cual era su forma de amagar para que le diéramos comida, mi prima le hacía tres tacos dorados, que “Chilo” se los engullía en la banqueta, para luego irse y así pasar para nosotros el terror de que en cualquier momento volviera aventar piedras a nuestra humilde morada. Era nuestro “coco”.

Hace unos días uno de mis hijos me preguntó porque me gustan tanto los tacos dorados, y les conté esta historia, y como siempre no me creyeron. Nunca creen que yo tuve una infancia difícil, nada que ver con lo que ellos han vivido. Pero tampoco creen que mis primas, que ahora viven en San Antonio, Texas, y cuando vienen a visitarnos traen unos vehículos de lujo, también hayan pasado serias dificultades en su infancia. De hecho cuando mis primas vienen siempre nos acordamos de “Chilo” el loco y de los tacos dorados. Incluso una vez les preparé unos y los comimos muy contentos, evocando aquellos viejos tiempos.

Hoy me da gusto que a mis primas les esté yendo bien, después de tanto que sufrieron. Yo tampoco me puedo quejar, me va bien, mucho mejor que antes. Pero por eso no dejo de comerme mis taquitos dorados, en parte porque me encantan, pero en parte porque me hacen recordar mi infancia, mis añejos temores a “Chilo” el loco, las piedras pegando en la derruida puerta de madera, el exquisito placer de comer con gusto al lado de tus seres queridos, pero sobre todo me hacen recordar quien soy y de dónde vengo, y sobre todo que no debo perder el rumbo por el hecho de haber tenido la gracia de Dios de haberme superado.

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