Cuando en 1963 aparecieron los primeros diputados federales de partido – — entre ellos el periodista tamaulipeco Luis G. Ulloqui, heredero de Evita Perón – su presencia era obligada porque de esta manera los opositores quedaban representados y porque hasta entonces el PRI era un partido que cuando no ganaba, arrebataba.
Eran tiempos en que la oposición no tenía ningún chance de ganar, porque además el gobierno se encargaba de organizar y calificar las elecciones.
Con el paso del tiempo, los pluris se ampliaron a las regidurías y a las senadurías.
En las últimas tres décadas, la competencia política cada vez ha sido más amplia. El PRI ha perdido tres elecciones presidenciales y dejó de ser la “dictadura perfecta”, como la llamó Mario Vargas Llosa.
Con una competencia real, hay quienes opinan que ya es hora de desaparecer los pluris.
El mismo PRI encabezó a principios de 2017 una campaña con la que pretendía reducir en un 50 por ciento los pluris en la Cámara de Diputados y Senadores.
Afortunadamente para el PRI, los otros no le hicieron caso, porque si no a estas alturas sus bancadas no alcanzarían la calidad ni de chiquilladas.
Hay una sobre-representación y el Congreso podría trabajar muy bien con 200 diputados y 64 senadores, máxime que las leyes no las elaboran los diputados, sino los especialistas, lo académicos, que luego se las explican a los legisladores.
Sería sano que los pluris sean electos de una lista en la que participen los candidatos perdedores y se asignen los espacios a los que saquen las mejores votaciones.
Si los políticos de carrera, intelectuales artistas, millonarios, deportistas, académicos, quieren ser senadores y diputados, que participen en campaña y se ganan su espacio en las urnas.
Quizá hasta sea sano prohibir que los pluris presidan comisiones, porque luego resulta que sin haber hecho campaña, logran las mejores comisiones.
En fin, hay mucho trabajo que hacer con los pluris.