Así se le llama, (la lucha por el poder) a la tarea más destructiva que el sistema político democrático, haya visto a lo largo de la historia, entendiendo desde luego, que de las tres formas de organización: la social, la económica y la política, es esta última la más aberrante y por demás criticada y envilecida: por la envidia, la codicia, la mentira, el cinismo y demás adjetivos peyorativos que usted pueda imaginar, encarnados todos ellos, en hombres y mujeres movidos totalmente por la más insana y nefasta de las condiciones humanas, la lucha por neutralizar, superar, o eliminar de ser necesario, al rival o contrincante.
Así es como la disputa por el poder, el sometimiento de los demás a los afanes y creencias propias, y el condicionamiento nunca excluyente, al beneficio personal y de grupos afines, se vuelven regla y praxis del quehacer cotidiano y generalmente aceptado.
Son luego entonces; tanto la traición, como más cuanto, el engaño, formas imperdonables pero reales y omnipresentes, de usufructuar un derecho civil y humano que corresponde únicamente y siempre para su bien, a la gente, a la que vota y también a la que por nauseas, o desafán, no lo hace. Falso entonces, que quien no vota, no tiene derecho a reclamar nada, mentira también y más aún, que las formas de organización y participaciones políticas reconocidas y generalmente aceptadas, sean los únicos causes para hacerse del derecho legítimo a gobernar una nación.
La formación y el ejercicio del poder, deben ser, más un sano, formativo y constructivo privilegio no retribuido, cuyos frutos y beneficios han de servir para favorecer a todos, electores y no electores, ciudadanos y no ciudadanos. ¿Quién? , dígame usted, amigo lector, podría tener la legitimidad moral suficiente para ungirse como un líder social, un conductor de masas, si a la vez, tiene acceso ilimitado al beneficio personal y familiar, a la posibilidad real de esconder, encubrir y auto-patrimonializar estos beneficios.
No es que se quiera ver al ejercicio del poder, como un apostolado redentor y ennoblecido por el martirio y la abstinencia personal, es tan solo la necesidad moral y ética de no ir más allá, de ser justo ante sí y frente a todos. Las leyes, sus instituciones y las disposiciones venidas de ellas, son o pretenden ser, actos coercitivos del Estado, y no de moral social simple, son estos en verdad convenciones pactadas y convencionalismos convenidos. Luego entonces desde ahí, queda implícita la vocación natural y humana de violar la norma, de que es necesaria la acción coersitiva del Estado, para no incentivar o evitar en todo caso, el acto inmoral y el daño social.
Es por tanto que, a la formación y el ejercicio del poder se le habrá y ha visto históricamente como una fuente de corrupción, aceptada o tolerada, por los componentes de una nación, cuya cultura (costumbres, prácticas y creencias), obliga a espera, o recibir a cambio, los beneficios sociales y económicos colaterales o simplemente inclusivos.
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