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“La Chabela”

La conocí cuando yo apenas tenía 10 años de edad. Se fue a vivir a la casa contigua donde yo moraba, en el terreno que era de la abuela y cuya vivienda era la única en renta, pues en las otras dos vivíamos la propia abuela y nosotros. Tenía ella 17 años de edad y era originaria del interior del país, creo que por el rumbo de Jalisco. Era blanca, con mejillas rosadas, cabello castaño, ojos de color miel, muy bonita. Vestía de tal manera que resaltaban sus atributos. Casi siempre descalza o en chanclas. Vivía con su marido, de quien supe se la trajo de fuera y era 10 años más grande que ella. Él la maltrataba constantemente, por celos, pues ella era muy bonita y aunque no era provocativa, su natural encanto atraía las miradas de gandules y caballeros, y eso al hombre no lo dejaba en paz. Como el tipo se iba a trabajar, ella se quedaba sola, pero la dejaba encerrada por fuera, aunque ella se salía por la ventana y al fin todavía chamaca, se ponía a jugar conmigo en el patio, incluso a las canicas y trompos, en juegos que por cierto era buena. En aquel entonces estaba en su apogeo la revista de Memín Pingüín, y en la misma salía el personaje de una chamaca que se llamaba “Chispitas” que siempre andaba con Memín. Y así nos decían a ella y a mí en el barrio, pues siempre andábamos juntos. Cada vez que mamá me mandaba a la tienda, o a las tortillas o a cualquier otro mandado, ella me acompañaba, decía que para no aburrirse en casa, y en el trayecto todo mundo la piropeaba y me llamaban cuñado, y allí iba yo defendiéndola. Era la sensación en el barrio, y por donde pasara, y muchos tipos se acercaban a mí para preguntarme por ella, pero ella no hacía caso de nadie, le tenía mucho miedo a su marido, aunque no podía evitar ser una coqueta natural, estaba en su ser. No obstante debo reconocer que hubo algunas ocasiones en que aprovechamos para sacar provecho de su belleza, y una de ellas fue cuando el dueño de una tienda ubicada a unas cuantas cuadras de la casa, me decía cuando iba solo a comprar, que donde había dejado a “La Chabela”, pues ya no me acompañaba ya que su pareja la había regañado al saber que se salía a la calle, y el tendero desesperado por verla me dijo “cuando vengan te llevas todo lo que quieras de la tienda”, así que una vez que ella traía hambre, pues su marido no le había dejado para comer, le dije “vamos a la tienda, ahí nos van a dar lo que queramos”, y entre temerosa y hambrienta fuimos, y mientras ella le sacaba plática al gustoso negociante, yo me llenaba las manos de fritos, panes, jugos y golosinas, que más tarde engullimos juntos. También a veces íbamos a un negocio donde vendían garnachas, y donde me decían que si ella iba me daban dos por uno, así que con lo de una garnacha comíamos los dos. Ella sabía la estrategia, platicaba con los tipos, pero nunca fue más allá ni dejó que le faltaran al respeto. Yo tenía 10 años, la veía como una hermana a quien proteger. Un día “La Chabela” y su marido se mudaron de casa, y ya nunca la volví a ver. Supe que se fueron a vivir a una colonia contigua, como también supimos en casa que después el marido se ahorcó porque ella lo abandonó, cansada de los maltratos y de sus celos. El suceso salió en el periódico. Después supe que se casó con un próspero comerciante que tenía una gran tienda. Pasaron muchos años y un día, ya de adulto, que fui a ese negocio, la vi, me reconoció de inmediato y nos abrazamos. Ya era una mujer madura, andaba muy bien arreglada y mantenía esa bella sonrisa que siempre le caracterizó, y que nunca perdió a pesar de sus desgracias. Entendí, por esa misma sonrisa, que encontró la felicidad. Le desee lo mejor, y desde entonces ya no la he vuelto a ver. Y cuando me acuerdo de ella, como hoy en este escrito, me queda claro que todas “Las Chabelas” del mundo tienen derecho a ser felices.

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