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Infancia sabatina

El sábado siempre fue en mi niñez, el día más favorito. Y no lo era justamente porque fuera el primero de los dos días a la semana en que no iba a la escuela, pues a decir verdad siempre me gustó ir a clases, nunca refunfuñé por ello, aunque obviamente sí disfrutaba los días de asueto escolar. Pero del sábado y el domingo, prefería mil veces el sábado, por múltiples razones. La primera era que el sábado desde temprana hora, se proyectaban las caricaturas, que aunque eran en inglés, como quiera me divertían, y las veía disfrutando de los tradicionales “hot-cakes” que mi madre me preparaba justamente el sábado, y que tanto me gustaban (de hecho me siguen gustando). Era también el día de limpieza general en la casa, algo en lo que siempre le ayudaba a mamá, quien siempre me inculcó el aseo de la vivienda, por muy humilde que ésta fuera. Hasta la fecha soy enemigo de una casa desaseada, y mi refrán en este sentido es el de la “pobreza no está peleada con la limpieza”. Aparte disfrutaba todo ese tiempo conviviendo con mamá. El sábado también era el día en que papá llegaba temprano del trabajo. Salía a las dos de la tarde, y por lo regular se iba directo a la casa, o en su caso llegaba un tiempo más tarde, que era cuando se quedaba a “echarse unas chelas” con sus compañeros de trabajo, pero a más tardar a las 4pm ya estaba en casa. En cuanto llegaba me pedía que le trajera una cerveza, lo cual hacía con gran gusto, ya que eso representaba que me diera “mi domingo” en pleno sábado, un billete de 100 pesos, de los morados, con la efigie de Venustiano Carranza en el anverso y el reverso a Chac Mool, uno de los monolitos prehistóricos encontrados en Tula, Hidalgo. Dinero que en ese entonces, para mí, era más que suficiente. Tras cumplir el encargo, me metía a bañar, y tras ello a ponerme mis mejores garritas, algo que los chamacos de todo el barrio hacíamos. Y entonces sí, a pedir permiso para salir a la calle. Y poco a poco íbamos saliendo toda la chamacada de las casas, con dinero en la bolsa, producto del “domingo anticipado”. Y vámonos a la tienda, a comprar todo tipo de golosinas, para regresar a la esquina central del barrio y ponernos a comer y beber, en plena camaradería. Los sábado casi no jugábamos, eso lo hacíamos entre semana, también regularmente por las tardes. Y no jugábamos el sábado para no ensuciarnos nuestras garritas, pues como dije, era el día en que todos andábamos “bien pipos”. Y los niños por un lado y las niñas por otro, pero ya más tardecito, como a eso de la siete de la tarde, cuando empezaba a oscurecer (antes oscurecía más temprano, pues no había eso del cambio de horario) nos juntábamos todos en un solo grupo ¡y a empezar a contar cuentos de terror! Había un camarada que los contaba con tal emoción, pero sobre todo con amplio suspenso, que las chamaquitas gritaban espantadas con las tétricas narraciones, y era ahí cuando nosotros teníamos que hacerle al macho y abrazarlas, en una clara acción de alevosía y ventaja, pero que a la vez era un valor entendido, pues ese era el meollo principal de aquellas reuniones sabatinas, el tener el acercamiento con las chamacas, que a decir verdad también se prestaban para la situación. Era el sábado de las conquistas, el único día en que se buscaba ese hecho, porque entre semana ni nos hablábamos, ellas con sus muñequitas, nosotros con nuestra pelotita. Y era algo bonito, no era algo impúdico, que nunca pasó más allá del “acurrucamiento”. Ya a eso de las 10 de la noche, todos a sus casas, a dormir, soñando en muchos casos con un beso que otra vez no llegó, y a esperar el próximo sábado, para volver a la convivencia general, a emocionarse con los cuentos de terror y a seguir disfrutando de nuestra niñez. Eran otros tiempos, de plena inocencia, de respeto, de no ir más allá de lo permitido. Con gran diferencia a lo que vivimos hoy, en que lamentablemente más niñas están teniendo niños, dejando justamente de disfrutar su niñez.

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