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El sueño del ‘Papa bueno’

¿Los Papas pueden soñar? Tal parece que sí. Y, también parece, que cuando lo hacen, lo hacen en grande. Así lo dejó ver Juan XXIII, el «Papa bueno», que, movido por una repentina inspiración de lo Alto que brotó en su corazón, se llenó de valentía y dio el paso necesario para, además de soñar, buscar una Iglesia de puertas y ventanas abiertas en donde el soplo del Espíritu Santo refresque cada rincón de la misma. Su sueño fue un Concilio Ecuménico, es decir, una reunión de obispos provenientes de todo el mundo dispuestos a trabajar y reflexionar juntos por la Iglesia.

Aunque se dice fácil -pues a veces se tiene la mala idea de que el Papa puede hacer lo que quiera-, no lo fue… de hecho, no lo fue ni en su preparación, ni en su realización, ni en su recepción. Lo que el Papa pretendía movía grandes estructuras y comodidades: Juan XXIII quería una Iglesia renovada, con un profundo sentido pastoral y dispuesta a mirar «los tiempos actuales, que han traído situaciones y formas de vivir nuevas». El Papa soñaba con una puesta al día de la Iglesia (en italiano se dice «aggiornamento»).

¿Lo logró?
El Papa anunció su sueño un 25 de enero de 1959, sin embargo, como ya hemos visto, no resultó fácil. Se necesitaba mucha preparación, organización, escucha y discernimiento. Sin embargo, aunque con dificultades, no se dio por vencido. De modo que unos años más tarde, después de mucho esfuerzo y trabajo, inauguró el Concilio Vaticano II, un día como hoy -11 de octubre- pero de 1962.
Ahora bien, como es evidente, esta empresa era muy grande, y, por ende, nada breve. Había mucho trabajo por realizar, muchas personas involucradas, muchas voces que escuchar y, también, muchos sueños que cumplir, sin embargo, el Papa Roncalli murió al año siguiente de haber iniciado el Concilio.
¿Se vino abajo todo? En definitiva, no. Aquello que inició Juan XXIII fue recibido como herencia por el Papa Pablo VI, que sin temor continuó el Concilio y lo impulsó aún más en el diálogo con el mundo -en clave de apertura y acogida-.

El trabajo conciliar
Decimos entonces que la búsqueda del aggiornamento de Juan XXIII y la disponibilidad para el diálogo de Pablo VI dan la pauta de trabajo del Concilio Vaticano II. Solo bajo esta perspectiva se puede entender el esfuerzo realizado, por ejemplo, para reformar la Liturgia, de modo que fuera mucho más cercana a los fieles. Esto sin duda toca la autocomprensión de la Iglesia como pueblo de Dios en comunión y la centralidad, cuidado y trasmisión de las verdades de fe reveladas en Jesucristo. Solo bien cimentado lo anterior, la Iglesia será capaz de analizar «los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio».

Sin rebajar ni un poco los esfuerzos de los Papas preconciliares -que sirvieron como base para la reflexión conciliar-, ni mucho menos olvidar la historia de dolor de la primera mitad del siglo XX, sí que podemos decir que el Vaticano II es como un parteaguas en la vida de la Iglesia actual. De este Concilio bebe el trabajo pastoral, teológico y social de nuestros días, y, por supuesto, el pensamiento y magisterio de los de los últimos Papas: Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II participaron directamente en el Vaticano II como obispos, y Benedicto XVI, como perito. Por su parte, Francisco, vivió como estudiante el Concilio y sus primeros frutos.

Sueño de hoy
Querido lector, al día de hoy, los Papas siguen soñando en grande. Allí está Francisco: «sueño con una Iglesia en salida, no autorreferente, una Iglesia que no pase lejos de las heridas del hombre, una Iglesia misericordiosa que anuncie el corazón de la revelación de Dios Amor que es la Misericordia». Pero los Papas no son toda la Iglesia: los pastores necesitan del rebaño.
A los fieles, nos toca soñar con ellos. Y también, conocer de dónde vienen estos sueños… por esto me he atrevido a hacer una memoria rápida del Concilio -y así motivar a conocer sus documentos (gratuitos en internet)-. Nos toca creer y amar. Amar y conocer. Conocer y actuar. Actuar y rezar. Rezar y volver a amar. Amar y volver actuar. Nos toca irradiar la luz de Cristo para que, como enseña el Vaticano II, hagamos «más humana la vida social, tanto en la familia como en toda la sociedad civil» (Gaudium et spes, 53).

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