De chamaco, cuando vivía en la colonia Victoria, aún recuerdo cuando en muchas de las casas se hacían tremendas comelitonas en los patios, y se invitaba a los vecinos y conocidos, sin problema alguno. Es más, creo que hasta era considerado una ofensa el no acudir a los convites, esto por parte de quienes los ofrecían, ya que eso era algo normal. Muchos de los asistentes llegaban con refrescos y postres, como parte de una contribución a la invitación que por lo regular era semanal, y así entre todos se degustaban muy gratamente las viandas, sentados en largas mesas donde cabían hasta 20 personas, y donde era común estarse pasando las tortillas, las salsas y demás complementos. Y por muy pobre que se fuera, se participaba en el rol, de tal manera que una vez estabamos en una casa, y a la siguiente semana en otra, y en ocasiones recibiendo también en la nuestra a la congregación.
Era una costumbre con la crecimos y sobre todo con la que aprendimos a compartir y convivir. Después cuando mi madre se casó con mi señor padre, nos fuimos a vivir a la colonia Zaragoza, donde el estilo era otro. Ahí los vecinos no hacían comelitonas comunitarias, sino que se intercambiaban platos entre sí, lo cual era casi a diario, de tal forma que una vez se le enviaba un platillo de lo que se había elaborado en casa a un vecino, y se recibía de este una porción de lo que a su vez había preparado, y al siguiente día se hacía lo propio con otro aledaño, y así también en una especie de rol. La verdad no recuerdo cuándo se fue acabando con esa tradición, al menos en la familia, porque igualmente no sé si aún prevalezca entre algunas personas de esta amplia comunidad, pero lo que si sé es que era algo muy bonito, porque dicho sea de paso en aquel entonces las amas de hogar hacían unos tremendos guisos que hasta se competía para ver quiénes preparaban los mejores platillos, entre los que no podían faltar el mole, la milanesa, las albondigas, los chiles rellenos, las enchiladas, las flautas, los guisados de res, de puerco o de pollo, los caldos de res o de pollo, por citar algunos, y que eran verdaderas delicias que degustabamos con gran placer, tanto los que hacían nuestras madres, como los que recibíamos de canje.
Tal vez el hecho de que cada vez más madres de familia se vieron obligadas a ponerse a trabajar para cooperar en el gasto familiar, fue acabando con la referida tradición, pues evidentemente ya no tuvieron tiempo para estar en la cocina y preparar los alimentos. Vaya, baste decir que a veces ya ni hay tiempo para convivir con los vecinos, pues desgraciadamente hoy en día hay personas que ni siquiera conocen a quienes viven a sus lados, pues no los frecuentan. La celeridad con que vivimos en estos tiempos modernos, lo impide.
Tal vez es por eso que cuando viajo al centro o sur del país me gusta ir a los restaurantes comunitarios, esos donde aún hay enormes mesas donde uno comparte asientos con otras personas que ni conoce, pero que ahí mismo, en corto dialogo, empieza a saber de ellos, aunque sea brevemente. En mi ciudad casi no hay este tipo de comedores, la gente ya no está acostumbrada a compartir la mesa con otros, salvo en las reuniones familiares, o con amigos, en que sigue siendo muy bonito convivir y compartir los sagrados alimentos. Por eso vaya mi respeto a los albañiles, quienes siguen teniendo la tradición de compartir su “lonche” entre todos con los que colaboran; creo que son de los pocos segmentos que siguen teniendo dicha bonita costumbre. Ojala pudieramos recuperar esa costumbre, para así dejarles un legado de convivencia a nuestras futuras generaciones, que cada vez tienen más perdida su brújula.
