Todavía en mi infancia me tocaron los viejos funerales. Aquellos que cuando alguien moría se registraban un sinfín de sucesos al interior de las familias, que los trastocaban en todos los sentidos. Recuerdo que lo primero que se hacía era colocar enormes sábanas en todos los espejos, supuestamente para evitar que el espíritu del muerto se reflejara en ellos y así se convirtiera en fantasma. Esa era la creencia. Como igualmente se apagaban por completo la radio y la televisión, no debía escucharse ningún ruido, pues se estaba en luto total. Los familiares directos vestían de negro, totalmente de negro de pies a cabeza, y había casos en que dicha vestimenta llegaban a usarla hasta por un año, en señal de gran dolor por su pérdida. Y los velorios se realizaban en las casas, y duraban tres días completos. En ellos se servía café, que se acompañaba en ocasiones con el tradicional “piquete” para aguantar los fríos de las madrugadas, pues la gente se quedaba en ocasiones hasta altas horas de la noche acompañando a los deudos. Se contrataban plañideras, que eran unas señoras cuya función era ponerse a llorar alrededor del féretro, y lo hacían con tanto ahínco que uno pensaba que eran familiares directos del difunto, siendo que simplemente cumplían con un trabajo. Ganar dinero por llorar, vaya casos. Y cuando se llegaba el sepelio, gente cercana al muerto cargaba su ataúd y se lo llevaban en hombros hasta el panteón, y detrás iba la gente caminando, y más atrás otros en escasos coches. Y el entierro duraba más de una hora, pues previamente hablaba mucha gente resaltando los atributos que el difunto tuvo en vida, y después venía la lloradera, en la que algunas mujeres hasta se desmayaban y donde circulaban los frascos de alcohol para hacerlas volver en sí, y todo para que siguieran llorando, sollozando y sufriendo. Y al regresar a casa todavía se daba de cenar a los asistentes al velorio. Y tras ello se guardaban tres días de riguroso luto, en que los radios seguían apagados, y las sábanas encima de los espejos, y se abrían las puertas y ventanas por si el espíritu del difunto aún estaba ahí, se fuera. Esa era la creencia ancestral, que todavía se mantuvo hasta la década de los 70´s. Ya después en los 80´s, las cosas fueron cambiando gradualmente, y hoy en día, los funerales y sepelios son totalmente diferentes. De hecho durante la severidad del Covid-19 muchos no pudieron velar a sus muertos, y si lo hicieron fue por unas cuantas horas, y en muchos casos ni pudieron enterrarlos, fueron prácticamente obligados a cremarlos. Y de poner sábanas en los espejos y vestirse de negro, ya ni hablamos, se han perdido esas viejas costumbres, al igual que se ha perdido el viejo oficio de las plañideras. Ya ni los deudos lloran tanto. La vida sigue cambiando, y la forma de morir también.