No puedo enfermarme agusto, decía mi madre cada que se sentía mal y al mismo tiempo alguno de mis hermanos o yo nos enfermábamos. Por arte de magia su malestar desaparecía, se hacía cargo del enfermo en cuestión y resolvía.
Era entonces cuando parafraseaba el no puedo enfermarme agusto, obvio en tono de broma y ya con la tranquilidad de que todo estaba bien.
Su fuerza interna era extrema, con 9 hijos a su cuidado no había nada que la detuviera en ninguna circunstancia. Le hacía frente a cualquier tipo de dolor con su espíritu fuerte y su temple de acero. Mujer admirable, mi madre.
Con este ejemplo, asumí que ella era poderosa e incansable, crecí con la idea de que así debía ser. Sin querer su ejemplo de valentía traspasó cada célula de mi cuerpo, y con solo eso, su ejemplo aprendí también sin que lo supiera, cómo reaccionar cuando ella verdaderamente enfermara, cabeza fría y resolviendo.
Si bien es cierto, cuando un hijo enferma es prioridad y está por encima de todo, entendí tardíamente quizá, que también nosotras la madre de todas las influencias podemos enfermar y cuando eso sucede en ocasiones debemos parar. El cuerpo grita y hay que parar para escucharlo, gran lucha la mía.
Con estos episodios de dolor (literal) descubrí que enseñé a mis hijos a hacerle frente al dolor, con cabeza fría y resolviendo. Al igual que mi madre lo hice sin querer. Han sido días pesados para ellos, porque en ocasiones mamá enferma y deben tomar el control, la madurez rebasó su adolescencia.
Salimos avante una vez más, los tiempos de falta de salud nos llevan a reflexionar y profundizar sobre lo ocurrido, aunque en esta ocasión el aprendizaje fue y sigue siendo desbordante.
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