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MADRINA

En la vida siempre habrá gente, que sin ser nuestros familiares, siempre dejarán huella en nosotros por la amistad, la convivencia, el trato y el cariño. Pueden ser de los mejores amigos, de esos que a mi punto de vista se cuentan con los dedos de las manos y por lo regular nos sobran dedos para seguir contando. Pueden ser los compadres, que uno los escoge normalmente porque son con quienes más te identificas, o bien pueden ser los padrinos, que aunque uno no los escoge, sino que los escogen nuestros padres, en ocasiones se convierten para uno en verdaderos segundos padres, tal y como debe ser su tarea.

Y así fue en mi vida mi madrina, quien desde niño siempre cuidó de mí, y de hecho llegué a vivir en su casa. De ella tengo muchos recuerdos, casi todos gratos, aunque evidentemente algunos no tan encantadores, porque era una mujer estricta que imponía mano dura, casi similar a la de mi madre. Ella vivía en la colonia Hidalgo, en la antigua calle Purísima, ahora conocida como Gómez Farías, casi esquina con Gutiérrez, a dos cuadras del penal de La Loma.

Era una casa pequeña de apenas dos cuartos y una cocina, y un reducido patio, que compartía con sus tres hijos ya mayores de edad y una nieta. Eran los tiempos en que “La Mantequera” operaba en el ya derruido edificio de Héroes entre Dr. Mier y Mina, y donde más de mil personas trabajaban. Cuando evoco aquellos tiempos aún respiro el olor a aceite que impregnaba los alrededores y que nos llegaba hasta esa humilde vivienda. De mi madrina, como ya cité, guardo muchas cosas bellas y viejas costumbres, que conforme me voy adentrando en años, las voy entendiendo.

Era una amante de la cocina y casi siempre se la pasaba en dicho espacio, preparando alimentos de todo tipo, tanto así que servía platillos en cinco ocasiones al día. A las siete de la mañana era la merienda, donde el café para los adultos era clásico, y el vaso de leche, y en ocasiones acompañado con chocolate, para los chicos, sino es que a veces había atole, avena o champurrado, acompañado de piezas de pan, o rebanadas de pan blanco con mantequilla, o hot-cakes. Luego a las nueve de la mañana venía el almuerzo, a base de huevos, ya fuesen estrellado o revueltos, con los típicos frijoles, y tortillas de harina.

A las 12:45 horas venía la comida, donde el caldo de res o de pollo, los guisados y platillos de todo tipo, inundaban la mesa, sin faltar las tortillas de maíz. Luego a las cuatro de la tarde servía la merienda, otra vez con café, leche, chocolate o atole, acompañado de piezas de pan o de tamales dulces o tortillas de harina también dulces. Y a las ocho de la noche era la cena, que se alternaba con huevos o guisados, y con tortillas de harina. Eso era de lunes a viernes.

El sábado cambiaba un poco el horario de comidas, y el domingo también, pues por lo regular salían a pasear. Mi madrina, entre todo su trajinar, acostumbraba la siesta, en punto de las tres de la tarde iba y se acostaba, y a las cuatro de la tarde, como un reloj, despertaba, y se ponía a preparar la merienda. La recuerdo muy sencilla en su vestir, pero siempre limpia y bien peinada.

La evoco tomando el camión González-Arteaga en la esquina de su casa para dirigirse al centro e ir de compras, y retornar en el Arteaga-González, que igual la dejaba en el mismo sitio. Cuando yo no estaba en su casa, iba por semana a la nuestra, en la colonia Victoria, y siempre me llevaba mandado. A ella le debo el llamarme Juan Manuel, pues según mi madre cuando acordaron que fuera mi madrina, ella le pidió ponerme ese nombre porque tuvo un hijo, que perdió, que ese nombre llevaba, por lo que el Esteban, que mi progenitora me iba a imponer, quedó descartado.

Tal vez por eso mi madrina me quiso tanto, porque veía en mí a ese hijo perdido. La maldita enfermedad del cáncer hizo mella en ella, pero era tanta su fortaleza que siguió erguida, como si nada le pasara. Finalmente cayó en cama cuando tenía yo 23 años de edad. Recibí una llamada en la que me dijeron que quería verme. Fui de inmediato al hospital donde estaba.

Al verme se sonrió y me dijo: “qué bueno que viniste, quiero darte la bendición”. Me incline a ella y me hizo la señal de la Santa Cruz y me dio un beso en la frente. Lloré. Al día siguiente murió. Desde entonces la recuerdo con cariño, y conforme pasa el tiempo aprecio mucho más lo que hizo por mí, y sobre todo sus enseñanzas, que fueron muchas, pues siempre me estaba dando consejos.

Su nombre, María de los Santos Ramírez, un gran ejemplo de lo que debe ser un padrino, no que hoy en día muchos chamacos ni siquiera saben quiénes son sus padrinos, pues estos no los frecuentan. Fueron escogidos como tales por sus padres, porque eran simples compañeros de borrachera, y nunca entendieron la importancia de tal distinción.

Gracias a Dios puedo presumir de haber tenido una gran madrina, que como su nombre mismo lo deriva, es como otra madre en pequeño, pero en realidad con gran responsabilidad. Quienes tengan padrinos así, disfrútenlos; quienes no, acérquense a ellos. Nunca es tarde para comenzar una buena relación padrino-ahijado.
¡Gracias Madrina!

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