Hasta la fecha no recuerdo qué hacía cuando me golpeé la cabeza con la ventana de metal, solo sé que el ruido fue tan fuerte que mis hijos pensaron que me había caído. El dolor fue agudo, pero soportable, digno de un golpe con una ventana de metal, en ese momento no pasaba a mayores. No había sangre, ni inflamación, así que continué con las actividades diarias.
Exactamente una hora después, me encontraba en cama, sin poder hablar, casi desmayada con los ojos entreabiertos. Mis hijos al teléfono con mi esposo, guiando dentro de lo posible la situación para sacarla adelante. Tuvieron que pedir ayuda y una vecina nos auxilió. Tras un TAC (Tomografía axial computarizada) entre otros estudios y dos opiniones médicas, el diagnóstico fue: una contusión craneoencefálica. Nada grave pero sí doloroso y molesto.
Lo demás es historia, es el precio de estar viva, la otra opción no está en mis planes. Libré un golpe accidental, pero también libré la incertidumbre de saber el tamaño de fortaleza de mis hijos ante situaciones extremas. La importancia de haber platicado en alguna ocasión cómo actuar, qué hacer y qué no. De mantener la cabeza fría y así lo hicieron. Durante mi estancia en el hospital mi hija menor de edad se hizo responsable de mí, de la cuenta, de mi marido a distancia, de su hermano y de ella misma. Libré la inquietud de que mi hijo, menor de edad también, pidiera ayuda sin vergüenza y de manera segura. Libré miedos, al tener conmigo a distancia a un esposo con temple de acero.
Eternamente agradecida con mis doctores del estado de Jalisco, y en especial al Dr. Martín Mireles, de Nuevo Laredo, mi tercera opinión, una más, no quiero sorpresas, le dije. Un profesional en toda la extensión de la palabra. Gracias, gracias, gracias.
Somos la madre de todas las influencias y en esta ocasión ese poder, del cual hablo y enfatizo en todas mis columnas, dio frutos. Hagamos hijos fuertes y conscientes.
Mi misión aún no termina y tengo la certeza de que lo mejor está por venir.