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Conflicto de intereses

Prevaricar, verbo intransitivo cuya acción es constitutiva de delito para funcionarios públicos que dicten o propongan resolución de manifiesta injusticia. En administración pública, se define como conflicto de interés, y se refiere a la resolución que dicte un funcionario público, con el deliberado propósito de beneficiar a persona u organización con la que mantiene vínculos relativos a la función que él desempeña; ahora en México, es constitutivo de delito.

Este es uno de los puntos en los que, en México como en Estados Unidos, y muchos otros países, los negocios privados se tocan con la política y la administración pública. Es evidente que se trata más de un asunto de ética personal, cuando tratándose del presidente de una república y titular del poder ejecutivo, favorece con algún beneficio a alguien con quien mantiene una relación de interés económico.

Para el caso de Estados Unidos así es en los hechos -y de eso trata precisamente, amigo lector, el trabajo publicado por Juan Pablo García Moreno, en el número 469, de la revista Nexos del pasado mes de enero, que hoy deseo compartir con usted-, porque en ese país no está legislado ni se tiene antecedente de que haya existido regulación alguna, que defina y sancione el aludido conflicto.

Por una sencilla razón de orden práctico, los presidentes o titulares del poder ejecutivo no dictan o resuelven contratos o convenios que impliquen erogación de fondos públicos; existen, en las estructuras administrativas correspondientes, instancias técnicas encargadas de resolver conforme a las regulaciones vigentes, a quién se le asigna tal o cual obra, servicio, contrato o convenio.

A fin de ilustrar con mayor claridad el tema, el autor del ensayo que hoy le comento se acoge a lo mencionado por el ex presidente Richard Nixon, durante una entrevista al Washington Post, dos años después de haber dejado la presidencia, como consecuencia del escándalo político de Watergate: “Cuando el presidente lo hace, significa que no es ilegal”.

Y agrega una cita más, atribuida a Alexander Hamilton, en su obra El federalista: “Uno de los puntos flacos de las repúblicas, entre incontables beneficios, es su proclividad a la corrupción.”

“En las repúblicas -dice Hamilton-, las personas a quienes los sufragios llevan a asumir posiciones relevantes, suelen caen en desacato o traición a su encargo. Salvo aquellos privilegiados que guiados por un espíritu superior, son capaces de trascender y permanecer fieles al bien común.” Como glosa del tema y al margen del texto comentado, cabe reflexionar sobre las inconveniencias o conveniencias de esta frecuentada (como señala Hamilton), figura de ética y moral pública.

No se trata de justificar sino de entender simplemente, lo complejo que resulta el ejercicio del poder público, y la trascendencia de los principios que lo componen y refieren al bien común. Se trata de comprender que hay asuntos, temas, circunstancias y acciones, sobre las que es preferible no legislar (asuntos de Estado o interés institucional), y en cambio sí dejarlas en el ámbito de la ética y la moral republicana.

Es el caso del presidente Donald Trump, por ejemplo, quien se ha negado sistemáticamente a publicar su declaración de impuestos y bienes, quien sigue aún ahora, dirigiendo su país y manejando a la vez, sus empresas, que tiene sumados a sus quehaceres empresariales, políticos y de administración pública, a sus hijos y demás familiares.

Es el caso del ex presidente Bill Clinton, en el que la moral y la ética son utilizadas políticamente para intentar sacar del poder a quien llegó a él por la vía del soberano sufragio, por el solo hecho de haber negado públicamente su trivial relación con una asistente suya. O el de Dilma Ruseff, en Brasil, a quien sacan del poder por giros de izquierda (socialista), a derecha (neoliberal) del proyecto de país que representaba.

Es también el caso de la administración del ex presidente George Bush, en cuya gestión se adjudicaron contratos multimillonarios a las empresas de su entonces secretario de Estado, para la reconstrucción de Irak. ¿Por qué sucede esto, se preguntará usted, amigo lector?, en la nación más poderosa del mundo, en la democracia más consolidada y avanzada del planeta, en el sistema político mejor dotado de pesos y contrapesos políticos para ejercer el poder. Por la simple razón de que la ley no lo prohíbe o hace exigible.

Es también la razón por la que el propio Comité de Ética del Senado, y para el caso del presidente Trump, tan solo manifiesta su preocupación por los actos, no prohibidos pero sí distanciados de las buenas prácticas político-administrativas, cometidos por el titular del ejecutivo federal de esa nación.

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